Iban Yarza

“La gastronomía ibicenca es un gran tesoro porque es arcaica”

[Zaragoza, 1974. Periodista, escritor y divulgador. Para muchos, el mayor experto sobre el pan del país. Un conservador de su memoria. Se aficionó a amasar hace quince años y ha publicado tres libros que son una referencia para curiosos y amantes del alimento por excelencia: Pan casero (2013), Pan de pueblo: recetas e historias de los panes y panaderías de España (2017) y 100 recetas de pan de pueblo: ideas y trucos para hacer en casa panes de toda España (2019). Desde 2016 vive en Sant Antoni]

¿Seguimos haciendo tanto pan en casa como durante el confinamiento?

Está claro que hubo un boom porque se acabó la harina en los supermercados, pero lo que no sabe la gente es que antes del confinamiento [la gente que hacía pan en casa] ya existía… pero era invisible. Un rumor sordo, que digo yo. Hacer pan en casa es un ocio solitario. Si te gusta el fútbol, vas al estadio con los amigos. Sales de copas con los amigos. Al cine puedes ir solo, pero sueles ir acompañado. He publicado libros sobre pan con Larousse y Random House, dos de las editoriales más potentes que existen, y ambas han alucinado con las ventas: empiezas a rascar y encuentras a mucha gente que hace pan. Volviendo a tu pregunta, respecto al confinamiento sí que ha bajado un poco. Principalmente porque ya no tenemos tanto tiempo libre ni estamos obligados a estar dentro de casa.

¿Es un vicio que engancha?

A algunos, sí. Otros prueban, hacen pan un par de veces y luego lo dejan, pero seguro que se llevan una experiencia muy positiva, además de un gran aprendizaje para que no te engañen cuando compras y consumes pan. Si has hecho en casa un pan de centeno, empiezas a darte cuenta de que la mayoría del que te venden de forma industrial es un pan blanco teñido con malta. Alucino con las fotos que me mandan algunas personas que llevan solamente dos o tres meses probando en casa: sacan unos panes increíbles, unos panes que yo mismo tardé años en hacer. Ahora hay muchísimos más recursos que hace apenas diez años: si le dedicas tiempo, tu aprendizaje puede ir a toda pastilla. También hay acceso a más ingredientes (harinas, especialmente) y a elementos, como cestas y telas de fermentación, que hasta no hace mucho se tenían que importar. Los grupos y retos semanales que se crean en las redes sociales también sirven para compartir mucha información.

Hemos hablado ya de la exposición del pan en las redes sociales. Es un producto muy fotogénico. Instagrameable.

Es curioso porque todo tiene un lado bueno y un lado malo. Instagram está haciendo mucho daño al pan porque hay una fiebre… ¿Tú haces pan?

No. He hecho alguna masa de pizza, pero hace mucho tiempo.

Me vale. Pizza es pan. Ahora hay una fiebre por los panes con grandes alveolos [las cavidades en la miga del pan]. Como [a través de la pantalla] no puedes oler ni saborear, ¿qué te queda? La vista. Eso está matando al pan porque la gente se preocupa solamente por conseguir grandes alveolos. Eso no quiere decir que el pan esté más rico. ¿Cómo los consigues? Con mucha agua, que requiere harina de mucha fuerza. Estas harinas suelen ser bastante sosas. En definitiva, tenemos un pan muy bonito que no tiene por qué ser muy rico. Eso está haciendo un daño terrorífico porque, a veces, gente que no ha hecho nunca pan puede verse obligada a hacer esas variedades.

¿Cómo es el viaje contrario? ¿Qué siente una persona que le dedica horas en casa a mezclar, fermentar, amasar, hornear…?

Es algo muy íntimo que te obliga a la lentitud, con lo cual tienes que disciplinarte, y a la observación, con lo cual no te pueden interrumpir. A muchas personas les flipa porque les da una dimensión que no tenían o habían perdido. Es el aprendizaje a través del registro del método. Muchos [panaderos aficionados] vienen de la repostería, donde todo está medido. Si la receta dice cinco gramos de bicarbonato y pones siete, no te salen las magdalenas. En cambio, la receta no vale para nada en el caso del pan. La temperatura, los pasos a seguir… eso es lo que vale. Y siempre en soledad. Si te fijas, el objeto que nunca falla en las panaderías, además del horno, claro, es la radio. Porque acompaña.

Hemos estado hace un rato en Es Brot, el obrador de Maryam Roselló. En una pared hemos visto las fórmulas de los diferentes panes que hornea. En casi todas, las cantidades originales estaban cambiadas, pero al preguntarle nos ha dicho que las recetas van variando en función de la intuición. Es curiosa esa tensión entre lo racional y lo emocional.

En pan la fórmula no es nada. Puedes tener la receta de un panadero súper famoso de Segovia pero nunca tendrás su harina. Y, en el caso de que la tuvieras, si vives en Ibiza, la humedad de la isla no tiene nada que ver con la de Castilla. Incluso las amasadoras de la misma marca y el mismo modelo amasan diferente. Le pasó a una amiga mía, molinera, que compró dos amasadoras idénticas y da fe de que no producen exactamente el mismo resultado.

¿La dictadura de la imagen nos está privando del olfato, el sentido que más relacionábamos con el pan, sobre todo si está recién hecho?

Sí. Instagram ayuda a divulgar pero te hace esclavo de la estética. Hay panes riquísimos y aromáticos, de variedades buenísimas de cereal, que pasan desapercibidos porque, como hemos dicho, no tienen unos alveolos demasiado grandes.

¿A ti por qué sentido te entró la pasión por el pan?

Fue por el método, en realidad. Cuando empecé a hacer pan lo que me interesaba era la masa madre, como esos experimentos que haces cuando eres un niño…

La magia de verla crecer.

¡Eso es lo que me interesaba! El resultado… sí. El pan es algo que está bueno y te lo comes, pero me interesaba la curiosidad del método. Es curioso. No tenía, entonces muchos referentes, más allá de algún panadero que me gustaba. Si me hubiera interesado en saber cómo se cocina un arroz caldoso, estaría metido en ese mundo.

¿Trabajabas en algún tema relacionado con la gastronomía cuando empezaste a hacer pan?

Cuando empecé a hacer pan estaba en el paro.

Tenías tiempo.

Sí, un poco como nos ocurrió a casi todos durante el confinamiento. Me acababa de mudar a Inglaterra, estaba mucho tiempo en casa y empecé a hacer pan. Estudié Periodismo, había trabajado en temas de comunicación relacionados con el turismo, pero nunca había tenido relación con la gastronomía. Cuando me interesé por el pan sí que me formé y fui a cursos, y conocí a mucha gente, pero yo no soy panadero. Es un malentendido muy habitual, que tengo que aclarar. ¡Sobre todo por respeto a los panaderos! [ríe].

Si la gastronomía fuera un edificio, ¿el pan sería el pilar?

Debería serlo, pero no; por desgracia no lo es. Más bien, estamos hablando de una pirámide invertida. El pan está muy maltratado. Aunque ahora esté muy de moda, puedes comer en muchos sitios donde la comida esté muy rica y el pan sea una mierda. Es el hermano pobre. El hermano olvidado. Y es curioso porque entras a cualquier sitio y lo primero que ve el cliente es el pan (aquí con all-i-oli y aceitunas). Que el pan esté malo es como si la mesa estuviera sucia. Es una paradoja que ocurra: entre un mal y un buen pan hay unos céntimos de diferencia.

¿Ocurre en toda España?

Sí, es una constante, aunque hay sitios y sitios. Por mi opinión y experiencia, si vas a Galicia –ahora voy a generalizar, y eso siempre es difícil y supone meterse en un jardín– es más fácil que metiéndote en diez restaurantes el pan sea de nivel superior que en diez restaurantes de Ibiza, Bilbao o Madrid. Yo diría que el noroeste (y ahí englobo León y Zamora) es donde mejor se conserva el pan. Pero, por ejemplo, en lo que era el corazón cerealista de Castilla, Tierra de Campos, no creo que el pan esté excesivamente bien tratado. Los vallisoletanos y palentinos lo llevan con mucho orgullo, pero en el siglo XXI diría que ya no es el paraíso del pan, como lo pudo ser hace cuatro siglos, cuando era el granero de España. Puedes encontrar buen pan, pero por una cuestión de estadística, será más fácil conseguirlo en Zamora que en Valladolid.

¿Los restaurantes que apuestan por trabajar con producto de proximidad y conectar con la cultura gastronómica del lugar miman más al pan?

Cuando vas a un restaurante puedes darte cuenta de si el dueño, además de pagar alquiler, nóminas y otros gastos, quiere ofrecer algo más. Eso el cliente lo detecta. [El mimo al pan] tiene que ver con ese cariño hacia clientes, proveedores y empleados, con querer hacer las cosas bien, desde lo local, desde la vinculación al territorio, o por otras vías: conozco varios restaurantes ibicencos que traen pan directamente de Francia porque está muy bueno. O, incluso, con el lujo: si a alguien le da igual el kilómetro cero y quiere caviar de beluga, también buscará buen pan. Puede haber varios intereses diferentes que lleven a un restaurador a servir buen pan.

¿Qué impresión te llevaste de los panes tradicionales de Ibiza cuando los conociste?

El pan nunca está solo, forma parte de una gastronomía. La pitiusa, para mí, es un gran tesoro porque es arcaica. Hay platos, como el sofrit pagès, que son medievales. Hay un título del siglo XIV, el Llibre de Sent Soví que te explica cómo se hace un guiso: se cuece, se fríe y se especia. ¿Qué es eso? Sofrit pagès, que lleva canela, pimienta de Jamaica, azafrán… Esa manera de cocinar también se daba en la Península –por ejemplo, el cochifrito– pero se ha perdido casi por completo. Aquí se conserva. Si te vas a los panes, el catálogo es brutal. En 100 recetas de pan de pueblo recogí distintas técnicas que representaran todo el territorio, de Canarias a Girona y de Almería a Galicia. Las Balears están sobrerrepresentadas porque de cien recetas, ocho son de las islas. Pero si lo piensas, ¿qué tenemos aquí? Galeta forta (¿Hay sitios donde se hace pan de pita en España? Muy pocos. En Albacete y aquí, que se seca, como antiguamente). Las crostes (¿Es el único sitio donde se hacen crostes? No. En Canarias se llama pan bizcochao, pero es lo mismo. Hace cuatro siglos se hacía en todos los puertos de España: en castellano se le llama costra marinera). El bescuit de Nadal (¡La salsa de Nadal! Te pones a investigar y antes se preparaban muchísimos postres con caldo de animal). El hecho del pan sin sal: habría un momento donde, probablemente, por tasas sobre la sal se dejó de utilizar; pero hoy en día es muy barata: podrías retomarla, como se ha hecho en otros lugares, pero no ha sido así (¿Es el único sitio donde se hace pan sin sal? No, en el interior de Murcia o Alicante, tampoco se pone sal, o en algunos sitios de Italia, pero en Ibiza y Formentera tiene una presencia muy fuerte).

¿Somos los ibicencos conscientes de esa riqueza?

No lo suficiente. Desde el Consell se ha hecho una muy buena campaña para promocionar y recuperar el pa de xeixa, pero las posibilidades son muchísimas. Hay constancia de que hasta hace cincuenta años la principal variedad de trigo que se sembraba en Balears era la amarilla, el trigo duro: al molerlo no produces harina, sale sémola. Es más basto. Es uno de los trigos mediterráneos por antonomasia. En el Magreb es básico: en cualquier tienda de Marruecos o Argelia hay sémola de diferentes granulometrías para hacer cuscús o pan. ¿Qué trigo se comió en Ibiza durante muchos siglos? El duro. La xeixa era la excepción, era la harina blanca, blanda y fina. Hay zonas muchísimo más extensas de España con una variedad muchísimo más pobre. Las que me parecen más interesantes son las tierras de paso entre el Mediterráneo y la Meseta, donde conviven el trigo duro y el blando. Como aquí.

La tradición de panes duros que hay en esta isla, de panes marineros, como has comentado antes, ¿nos hace más inmunes a la tiranía de la esponjosidad? ¿A la obsesión por buscar el alveolo más grande?

Es una ventaja de partida. Si tú haces una barra en Bilbao o Madrid, el común de los mortales querrá un pan que sea blanquísimo y esponjosísimo. Y eso es un gran problema porque la barra, el tipo de pan que más toma la gente en España, suele ir aditivada con vitamina c, que es ácido ascórbico (un reforzador de gluten que hace que el pan sea más alto), y con emulgentes (lecitina, para que nos entendamos). No son cosas malas, el problema es que son los productos que le dan buen aspecto al pan, pero provocan que al cabo de unas horas la barra parezca polispan. Si le quitas esos productos, la barra de cuarto reduce su tamaño y el cliente no la quiere: aunque le estés dando el mismo peso, 250 gramos, no está hinchada y les parece poco. Vivimos en una cultura terrorífica: hay generaciones enteras, por debajo de cuarenta años, que no han conocido un pan sin aditivos. Ibiza es fascinante porque el pan oscuro no asusta. ¡Incluso se prefiere! No tiene sal. Sin problema. Eso debería ser un punto de partida, pero a veces no se aprovecha. ¿Por qué? Por prisas y rentabilidad. En panadería, como decíamos antes sobre la restauración, puedes saber quien hace su pan únicamente por una cuestión de negocio o quien pone un poquito más. Sin embargo, esa cultura tradicional permite que los panes que hacen en los cinco o seis hornos tradicionales de la isla –todos los can– sean, por lo general, mejores que los de muchas panaderías peninsulares porque no van aditivados.

¿El paladar y las costumbres de cada época mantienen con vida o condenan al olvido a los panes?

Influyen mucho los gustos y las modas. Hay una discusión muy grande en torno al bescuit de Nadal. Hablas con panaderos de hornos tradicionales y te cuentan que la gente mayor, la que lo ha hecho en casa, recuerda el bescuit como un producto panoso, más duro. Eso no gusta a los de nuestra generación, que queremos un postre más esponjoso. Un mayor te diría: “No, eso no es bescuit. Es brioche”. Pero las panaderías saben que si sirven un bescuit más esponjoso venden más.

Hay un debate parecido con el pescado: el público demanda especies con poca espina y en cambio los pescadores suelen coincidir en que cuanta más espina, más y mejor sabor.

Es exactamente lo mismo.

¿Tiene futuro el oficio de panadero?

Recorrí unos 25 mil kilómetros documentándome para el libro Pan de pueblo. Estuve en las cincuenta provincias españolas y hablé con los dueños de unas cuatrocientas panaderías. Lo que me contaba la mayoría de la gente es que no había relevo porque ya nadie quiere ser panadero. El principal problema, las condiciones, que todavía son muy duras. Xavier Barriga, el creador de los obradores Turris, es una de las figuras clave dentro de la panadería en España. Publicó un libro sobre cómo hacer pan casero en 2009, cuando no lo hacía nadie. Él, igual que otros panaderos modernos, ya no trabaja por la noche. Amasa durante el día y mete la masa en la nevera. [Barriga] aboga mucho por dormir por las noches y por cerrar el domingo. Hace énfasis en el descanso y en entrar a trabajar a una hora razonable. Nada más llegar, hornea el pan de la noche anterior; así tiene pan recién hecho al abrir el horno. A las diez, amasa de nuevo y a las doce, antes de irte a casa, formas y a la nevera. El frío es lo que va a garantizar la panadería del siglo XXI. ¿La putada? Que se te vaya la luz. Pero la tecnología ya te permite tener una alarma que te avisa por WiFi si sube la temperatura. Como en cualquier ámbito, hay mucho dogma. Los panaderos vivos de más de sesenta, setenta, ochenta años no creen en ese sistema. Su paradigma dice que la masa nunca tiene que pasar frío. Para dar más calidad al pan es necesario el tiempo de fermentación. Si te tomas tu tiempo no incurres en atajos, le quitas los aditivos y el exceso de levadura, que es contraproducente. En una hora y media no se puede cocer una buena barra. ¿Hay algo más maravilloso que un plato de legumbres hecho de víspera? Las cosas que se hacen con prisas no salen bien.

¿Has leído el libro que escribió Vicente Valero sobre los viajes de Walter Benjamin al Sant Antoni de los años treinta?

Me consta que estuvo aquí, pero no los he leído. ¿Qué decía?

Para describir la manera de vivir que se encontró en la isla, Benjamin utilizó el mismo adjetivo que has usado tú para catalogar la gastronomía ibicenca. Arcaico. Mucho más próximo al norte de África que a Mallorca. Y Benjamin se fijó especialmente en la arquitectura tradicional, sobre todo en las casas de campo. Uno de los elementos más característicos de la casa payesa es el horno.

El horno es todo, define la forma de vida y te habla del territorio. Antes de venir por primera vez a Ibiza había ido mucho a Mallorca; era una isla que conocía mejor. Si te fijas, los pueblos mallorquines bonitos son calles empedradas que conducen a una plaza donde está la iglesia. En Ibiza es totalmente diferente. Por ejemplo, Forada: cruce, iglesia, tienda-bar. Santa Agnès: cruce, iglesia, tienda-bar. Sant Mateu: cruce, iglesia, tienda-bar. La población es dispersa y eso influye en que aquí no haya panaderías. Es algo que llama la atención a muchos peninsulares cuando vienen aquí, pero que por ejemplo es típico de zonas de la cornisa cantábrica donde, igual que aquí, había minifundios y valles. Cada uno se hacía su pan y, por eso, cada casa tenía su horno. Hablé una vez con el obispo actual, Vicent Ribas, sobre la iglesia de Santa Gertrudis porque [adosado a una pared] tiene horno. Me pareció muy curioso. “¡Claro! Porque el templo, además de iglesia, es casa”, me respondió. También ocurre en otras iglesias de la isla.

¿Esa conexión con el norte de España a nivel de pan también se da en otros temas gastronómicos? ¿Estamos más cerca de Euskadi, Cantabria o Asturias que de Mallorca y Menorca?

No, diría que no, porque el influjo mediterráneo es muy fuerte. Piensa que en Cerdeña o Chipre hacen pasteles muy parecidos al flaó. Cuando dices Mediterráneo, se suele pensar en España, Italia y Grecia; casi nunca en el Magreb o en Turquía u Oriente Medio.

Los límites del mapa definen nuestro marco mental.

Por eso estamos más acostumbrados a mirar a la izquierda y nunca para abajo. Mi suegro, que ha sido pescador toda la vida, empezó un día a hablarme de las distancias, y de que en cuanto se alejaba un poco de la costa ibicenca cogía las emisoras de radio argelinas. Aluciné porque nunca lo hubiera pensado. África está más cerca que Barcelona. El sofrit o el arròs de matances tienen mucho que ver con los tayines: por color, aromas y dulzor. La gran relación culinaria entre las Balears y el norte de África es impresionante. La inmigración que había hace un siglo entre las islas y Argelia hizo posible que se cultivara trigo castellano allí y que aquí se plante todavía el blat argelí. En Argel se hornea un pa pagès con [anís] matalauva que conocen como pan mahonés porque la inmigración menorquina fue fortísima.

Por tu experiencia en el sector turístico, Iban, ¿qué peso crees que tiene la gastronomía dentro de Sant Antoni como destino turístico?

Creo que, en general en la isla, la gastronomía no es todavía muy conocida. Por desgracia. Diría que pasa en toda Balears y, curiosamente, también ocurre en Canarias: mucha gente no sale del mojo picón cuando en aquellas islas se producen algunos de los mejores quesos de España que he probado. Entre otras muchas cosas. Para muchos peninsulares Mallorca sigue siendo solamente ensaimada y sobrasada, y eso que tienen una visión totalmente distorsionada del producto, pese a que está regulado por una Denominación de Origen Protegida. Menorca, queso de Maó, otro producto muy conocido. Pero la gente que viene a Ibiza no suele saber nada de su singularidad gastronómica. Soy de Bilbao, tengo familia de Aragón y amigos de Andalucía al Cantábrico, sé lo que digo. Yo me hago cruces porque el recetario aún está vivo. ¿Qué es lo bueno? Mirando el lado positivo, que está todo por hacer. Empezando por la dulcería: orelletes, greixonera, tortell… No se conocen. Ni siquiera el bullit de peix tiene la fama que debería. O la gamba ibicenca: no se conoce fuera de aquí. La famosa es la de Dénia, que se pesca en el mismo caladero.

En los años que llevas aquí, ¿ves una pequeña ola de emprendedores que intentan trabajar con cariño? Ya sea en la producción, la distribución y venta o la restauración.

No sé como era antes, pero ya llevo un lustro aquí y diría que sí. Tal vez por oposición a un marco turístico de sol, playa y fiesta a saco. Sant Antoni hace años que está intentando mejorar su modelo. Hay que abrir el foco para darnos cuenta de los pequeños detalles. En lo que a mí me toca, desde que estoy aquí se han abierto muchas panaderías en la isla, dos en Sant Antoni, obradores como Can Coves han mejorado sus instalaciones y cada vez hay más agricultores sembrando xeixa y mollar roig.

¿A qué restaurante de Sant Antoni enviarías a un amigo que estuviera de vacaciones en la isla para que comiera buen pan?

Hombre, Es Ventall hornea sus propios panes, como el de algarroba, y a parte, la comida está muy rica.

Y si viajara fuera de Ibiza, ¿dónde me enviarías a comer buen pan?

A cualquier restaurante gallego de 10 euros el menú. En Lugo comiéndote un menú del día al azar puedes comerte un pan que no te ponen en Madrid en un restaurante donde pagas 50 euros por persona. A mí y a mucha gente que conozco nos ha pasado. Es una gran lección, nuevamente, sobre el beneficio. Se trata de hacer las cosas bien, independientemente del estatus del negocio. En el Noma, que después de El Bulli fue considerado el mejor restaurante del mundo, sé que van a tener buen pan porque [Claus] Meyer, uno de los socios, le ha dado mucha coba. De hecho, tiene una panadería en Copenhague. No es mi negocio, pero a veces me llaman de restaurantes con estrellas Michelin –con Berasategui he estado varias veces– para que les ayude a mejorar su pan y, también, su servicio en sala. Me consta que en la alta cocina hay mucha gente queriendo hacer las cosas bien.

Igual que existe un sumiller, ¿debería haber un especialista en pan en los buenos restaurantes?

¡Está inventado! Y se llama panier. Hay incluso muebles para servir el pan. Creo, sin embargo, que no ha triunfado porque creo que era un poco pasarse de frenada. Pero más formación sobre pan para el personal de sala no vendría nada mal.

¿A veces nos puede el esnobismo?

Es un riesgo. Hace años se puso de moda la cesta con catorce panecillos de colores. Esto ya es personal, a mí con un pan blanco, más ligero, y uno más moreno, ya me valdría. Creo que esos tiempos ya han pasado y ahora los restauradores están apostando por menor cantidad y más calidad. Por ejemplo, hay un restaurador que se llama Jesús Monedero que tiene en Ocaña, Toledo, Palio, un lugar donde por 27 euros comes un menú que no te lo crees. Y él hace su pan de masa madre, su focaccia. Increíble. Antes de la pandemia organizó un congreso en su pueblo al que fueron algunos de los mejores panaderos del país. Por eso creo que en Ibiza se podrían montar muchas cosas con la excusa de mostrar lo que tenemos aquí. Las crostes, algo que come cualquier familia ibicenca, son un libro de antropología.

¿Has hablado con mucha gente mayor ibicenca que siga haciendo el pan en sus casas?

Sí, con bastantes. Y todos te hablan de sus primeros recuerdos, cuando llevaban el trigo a moler a Sant Miquel, y de las coquitas que hacían poniendo un poco de xulla y sobrasada. En el euskera hay un recurso muy bueno que se llama Ahotsak. Significa las voces. Se hicieron miles y miles de entrevistas a lo largo y ancho de Navarra y el País Vasco para recoger todas las variedades de habla de la lengua, pero lo que ha quedado al final es un archivo sonoro sobre muchísimos temas. Cuando escribí el libro de Pan de pueblo tiré de ahí, por ejemplo, para saber cómo se hacían los talos [taloak, en vasco] unas tortas de maíz. Me encantaría hacer algo así con el pan ibicenco. Sentar a na Paquita y en Vicent y dejarlos hablar.